Me llevaron de chico al templo. Asistí primero a una congregación de corte pentecostal (si te cruzaste con gente de ternos, megáfonos, guitarras y faldas en las calles, te hablo de ellos). Yo mismo salí en varias ocasiones a llevar la batería con la que se alimentaban los parlantes. Cantaba. Alguna vez también invité a pecadores a la dirección dónde hacíamos los cultos. Lloré muchísimas veces de culpa y de arrepentimiento entre las bancas. Crecí.
Me enfrenté a los problemas de ser más grande, más preguntón. No que Dios estuviera en aprietos si quisiera hablar de Él. Sólo que mucho de lo que escuchaba en el púlpito, sólo tenía sentido entre gente estuviera en las bancas. Fuera de las cuatro paredes, sonaba sino ridículo, molesto.
Quise citarme esos versículos de la Biblia que me hablaban de que el mundo (como se les llama a quienes no son conversos a la fe cristiana) no tendría comunión con quienes vivíamos en la luz (como se le dice a quienes asisten a una iglesia).
Pero, ¿no que Cristo dormía con pecadores, comía con impuros, caminaba con leprosos, se cruzaba con prostitutas? ¿Que acaso los pecadores, impuros, leprosos y prostitutas tenían que cruzar el umbral de la puerta de mi templo para hacerse dignos de mi amor?
Había algo que me gritaba, más allá de la letra autcomplaciente, y muy dentro de mi conciencia, hacia un giro en dirección diferente.
lunes, 26 de abril de 2010
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